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03 noviembre 2020

La carta


La carta ha resultado muy reveladora. La corresponsal fue, como siempre, autorreferencial, egoísta y presumida. Enajenada por la compulsión de creer que tiene domicilio en la historia y que debe exhibir, a cada paso, la naturaleza excepcional del personaje que ha inventado. El centro alrededor del que giran todas las cosas.

Es como si su vida, sus dolores, sus problemas y sus incomodidades, la hicieran distinta, ajena a los comunes mortales y predestinada a llevarse todo por delante, sin renunciar siquiera a su naturaleza guaranga, qué pretende imponer porque le place. Reclamando sin linaje y sin razón, un reconocimiento cortesano, a su realeza de carnaval.

En el primer párrafo se constituye en suma sacerdotisa del culto a él. Solo nombrado con el escueto recurso del pronombre, pretende sacarlo de la escala humana común, y lo propone como una suerte de extraño y curioso personaje, que hizo de las trapisondas, enjuagues trampas, chantajes, frutos de su avaricia, una especie de juego de máscaras donde nadie sabe quién es quién, ni quién se lleva qué, ni cuánto se lleva el que se lo lleva.

En medio de su espantosa soledad de vestal desocupada, perdida toda noción de realidad, ajena totalmente a la presencia del otro, ni la muerte ni la miseria,  aparecen registradas por su conciencia, absorta en eludir tribunales y evitar un futuro de mazmorras.

El universo y ella, siguiendo los oscuros designios de él. Eso es todo. ¿Qué más hace falta?

Después de ese ofertorio pagano y mitológico, las expectativas sobre lo que sigue resultan ampliamente superadas por una pluma entusiasta a la que, si algo le sobra, no es precisamente la prudencia, la reflexión y la racionalidad.

La emprende sin que le tiemble la mano nada menos que con el asunto de la certeza. La certeza,  esa condición tan alejada del humano transcurrir, tan imposible de alcanzar, tan ajena a nuestra mejor forma de entender el mundo, la ciencia que nos conforma sólo con conjeturas sujetas a continua y permanente verificación.

Pero ella atropella el espacio de las dudas dónde nos debatimos los comunes mortales, donde buscamos encuentros y convergencias, Aunque sean breves y pasajeros. Y los transforma en sentenciosos dictámenes, dónde quedan fuera de toda duda solo sus propias y pretenciosas afirmaciones, y rompe en consecuencia cualquier vislumbre de diálogo, , de apertura, de conciliación.

Lo único tranquilizante, a medias naturalmente, es que sus afirmaciones están absolutamente vacías de contenido, no dicen nada porque no se dirigen a nada ni pretenden hacerlo. Son  solamente humo, artificios más o menos coloridos, de un folklore caduco y agónico.

Que el presidente preside es una obviedad. Que nadie puede condicionarlo es una estupidez, un insulto a la inteligencia. Sobre todo dicho por ella. Que hizo del carpetazo un arte de la guerra.

Otra ocurrencia es su alquímica pretensión de convertir graves acusaciones en meras formalidades, a lo sumo desprolijidades. 

Como si las formas no tuvieran un valor en sí mismas. Pero no es el caso detenerse tampoco en su singular metafísica de la forma. Mejor recordar que es lo que pretende dejar fuera del foco de atención, parodiando las maneras en la mesa, cuando en realidad nos debe explicaciones sobre asuntos sustantivos, tan sustantivos cómo bolsos, cuadernos, y hoteles. 

Si esas son sólo formas que critican mentes rígidas y poco flexibles, tenemos un enorme problema. Que no termina por su voluntarista decreto unilateral qué reduce todo a desprolijidades guarangas.

La tercera certeza, según su pretenciosa dialéctica, basada en un encadenamiento discursivo de falsedades, pretende levantar la bandera de un acuerdismo tardío, que no le interesó practicar nunca. Ni antes durante 12 años ni ahora durante 10 meses. 

Una ladina tendencia a desplazar la culpa hacia los otros desmiente la falacia perezosa, desganada, que transmiten sus palabras cuando simulan  una convocatoria a todos.



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