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18 octubre 2020

La gente de los barcos


 Ser argentino fue el grandioso proyecto qué surgió en esta tierra. Estaba sostenido en una trama de creencias, en un abanico de valores, en  una esperanza.  

Ser argentino era un sueño y también algunas veces llegó a ser un orgullo. Era una utopía que hubo momentos en que pareció posible. A pesar de los tropiezos, a pesar de la distancia entre lo cotidiano y los deseos, era nuestro alimento, era nuestro apoyo, era nuestra forma de pararnos en el mundo, con las virtudes y defectos de cada presente,  pero con ese modelo perfecto detrás del cual queríamos marchar. 

Ese núcleo magnético, esa fuerza telúrica que nos arraigaba y nos empujaba hacia delante y hacia arriba, permitió que por obra y gracia de algunos, que sí lograron ser argentinos, del  metal del argentino mítico que nos ilusionó a todos, la Argentina pudo lograr algunos sorprendentes resultados. 

Sin embargo, por detrás, reptando muy abajo, medrando en las sombras, siempre se agitaron fuerzas contra ese argentino ideal. Y así se fue mellando el escudo protector y poco a poco se desalentaron los ideales de grandeza, honor, generosidad, dignidad, heroísmo, y al mismo tiempo se menoscabaron las metas, se sembró la duda sobre la capacidad del argentino para alcanzarlas, se minó la confianza en el otro que podía sostenernos.  

Los héroes fueron desalojados del Olimpo patriótico y fueron sometidos a un escrutinio mezquino, implacable, que, aunque no mancilló  su grandeza, sí opacó para muchos, su brillo ejemplar. 

Y así estamos hoy viviendo en pleno imperio de de la mediocridad que Ingenieros describió con implacable lucidez y Martínez Estrada subrayó en "Qué es esto”, medio siglo después. 

Una sociedad en que todo destaque, toda prominencia, todo brillo, debe ser opacado, demolido, aplanado, que no tiene perspectiva ni contraste ni horizonte que la oriente y la dirija en el camino hacia el futuro. 

No hay ejemplaridad pública. Por lo contrario, hay una exhibición desvergonzada de la degradante viveza criolla. Maestra en todos los trucos del escape, el ocultamiento y el gesto sobrador. Que alcanza, con el impulso del poder aprovechado con descaro, magnitudes increíbles. El país se desangra literalmente por las heridas que le han infligido sin piedad, con una codicia sanguinaria.

La obra maestra llevada a cabo durante décadas, es el empobrecimiento de la sociedad que un día fue la más igualitaria de América, con una pujante capilaridad social. 

Sistemática e incansablemente fueron demoliendo los pilares básicos. La educación integradora y de altísimo nivel, que era la llave maestra para una sociedad de oportunidades. Esa herramienta permitió  hacer ciudadanos de las multitudes que llegaron con esperanza a ofrecer su denodado esfuerzo y participar en la construcción de una nación, en un vasto territorio despoblado. 

Si alguien, de algún alejado rincón, llegaba a prestar el servicio militar sin la educación debida, allí la recibía como conscripto del Ejercito Argentino, y volvía a su pago más preparado. 

Eran las gentes de los barcos. Los que comulgaban el credo del crisol de razas. Ese crisol fundía tantas lenguas, tantas historias y nostalgias, buscando en esa amalgama forjar el argentino que encarnara la utopía grandiosa que abrigaba cada hogar.

Esos argentinos de los barcos traían consigo una virtud maestra. Sabían que eran habitantes del tiempo. Que todo logro, toda meta, se podía alcanzar en el tiempo. Eso le quitaba al evasivo presente el apremio de la urgencia. 

Permitía pensar en el cómo y el cómo era el ahorro. Que viene del guardar fuerzas, para soportar la carga,  o la carrera, o el salto. El ahorro es la via por donde el trabajo hace su obra.

Pero un fatídico día, con el falaz argumento de que todo podía ponerse en la mesa para un banquete gratuito, se convocó a una  fiesta para gastar todo en el banquete. Que nadie se privara de nada, ningún mañana importaba. 

Y con ese gesto repetido y mejorado, hasta llegar hoy a niveles asombrosos de dispendio, perdimos nuestra moneda, ese símbolo que permite que el valor viaje en el tiempo y el espacio.

Pero si no hay moneda, no hay ahorro. Si no hay  ahorro no hay futuro. Solamente hay una sucesión de inmediateces, que reclaman  satisfacciones con igual urgencia, porque mañana ya es futuro y no existe.

No tiene sentido la siembra y la espera, o  los 21 días de incubación; hasta el embarazo que nos trajo al mundo, queda cuestionado, en este mundo sin futuro.

Pero la demolición no se detiene. También el crisol de razas fue atacado. Eso era  necesario para afianzar el modelo distópico elegido, para cancelar la utopía creadora que le daba consistencia al país.

Así resulta que son discriminados, en un gesto de negacionismo irracional, los argentinos de los barcos, como enemigos de los "pueblos originarios". Tanto empeño hizo que el desprecio llegara hasta Colón, como primer hombre de los barcos y su monumento fuera desterrado de la vista. 

Ese intento es injusto, agraviante y extemporáneo. Si en el tiempo algo se hizo mal, es nuestra oportunidad para repararlo. Hacer política de la historia, es otra forma de la picardía para escapar  de las propias miserias y reclamar a otros porque no dejaron todo arreglado o resuelto.

Los inmigrantes construyeron el país, cultivaron sus campos, aplicaron sus manos a múltiples oficios para enriquecer la vida de todos. Todas las profesiones los encontraron activos. Dieron ejemplo de solidaridad en sus sociedades de socorros mutuos. No es necesario repetir algo tan obvio como los méritos de los inmigrantes, que dejan al desnudo la perversidad de colocarlos como enemigos de los indios. 

Para completar la demolición, los héroes, seres humanos capaces de sobresalientes hazañas a pesar de sus debilidades y flaquezas, fueron desplazados por una  triste armada de rufianes incompetentes, comparsa de aprovechadores inescrupulosos, obedientes aduladores de manos encallecidas solo de tanto aplaudir a lideres ególatras y mentirosos, obsesionados solamente por permanecer en los diversos sillones del privilegio feudal que construyeron.

A los señores del orden de la decadencia, usufructuarios de la herencia ignominiosa del linaje del nuevo panteón populista, les debemos los esperpénticos blasones de ignorancia, miseria, vesania y una petulante e inmensa soberbia, con que hoy nos etiqueta el mundo.


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